En la plaza Tahrir de El Cairo se cometen tantos abusos sexuales que muchas mujeres llevan un spray de pintura para identificar a los agresores: con las ropas manchadas, tienen más difícultades para escabullirse entre la multitud. Este tipo de violencia no es un problema nuevo en Egipto, ni mucho menos, pero en los últimos años se ha convertido en una epidemia.
Muchas víctimas denuncian la pasividad de los policías y militares desplegados en las calles. Algunos de ellos, y sus colaboradores, han participado también en las agresiones. Cuando el régimen de Mubarak ordenó partirnos la cara a los periodistas que cubríamos las revueltas, y doy fe que lo consiguieron, sus matones -los baltaguiya- violaron a la reportera de la CBS Lara Logan.
Desde entonces otras periodistas extranjeras y, lo más importante, miles de mujeres egipcias ha sido víctimas de algún tipo de abuso: desde comentarios obscenos a tocamientos o agresiones peores. No hay datos fiables porque el miedo y la vergüenza dificultan el recurso a los tribunales en una sociedad muy conservadora.
Un estudio del Centro Egipcio para los Derechos de las Mujeres señala que el 83 por ciento de las egipcias y el 98 por ciento de las extranjeras han sido hostigadas. Otras fuentes hablan de incidentes sexuales cada 30 minutos y 20.000 víctimas al año. Tal vez sea exagerado. Tal vez no.
En todo caso el tiempo del silencio parece estar acabando. Cada vez son más las mujeres agredidas pero también son más las que denuncian. Y se han puesto en marcha iniciativas como la campaña «Spray it» o «Harassmap», que situa las agresiones en el mapa de Egipto, a través de SMS o las redes sociales. La activista Mona Eltahawy llegó a tuitear su agresión casi en directo.
Mujeres valientes que luchan por sus derechos en tiempos de cambio, de avances democráticos, pero también de posibles retrocesos. Su papel en las nuevas sociedades gobernadas por partidos islamistas es un asunto central de la primavera árabe. Y dependerá en buena medida de cómo termine el pulso entre laicos y religiosos que se dirime tras la caída de las dictaduras en Egipto y Túnez.
La tunecina Awatef Ketiti, especialista en la situación de la mujer en el mundo árabe, me lo dijo hace algún tiempo: «lo más importante de todo cuanto se está decidiendo es qué lugar vamos a tener las mujeres en el futuro porque sin igualdad no puede haber democracia». Awatef acaba de regresar de su país, donde ha estado entrevistando a activistas para una investigación, y me envía un apresurado mensaje como resumen de la experiencia: «existe un verdadero peligro de involución».
El caso de la tunecina Amina Tyler, de 19 años, es otro ejemplo. Amina colgó el 26 de febrero en su página de Facebook un autorretrato con un mensaje escrito en árabe sobre el torso desnudo: «Mi cuerpo me pertenece y no representa el honor de nadie». Esta es la fotografía.
El imán Adel Almi se atrevió a pronunciar una «Jutba» -discurso en el rezo del viernes- en el que la condenaba a recibir cien latigazos antes de morir lapidada. «Amina -según declaró Almni a la agencia Assabah News- no tiene nada que perder porque no es consciente de la sacralidad de la mujer». Ningún otro dirigente religioso ni político de alto nivel en Túnez ha respaldado esta condena.
Pero Amina Tyler recibió amenazas a través de las redes sociales, días después desapareció, y varias organizaciones feministas levantaron la voz de alarma. En este extraordinario reportaje, del 28 de marzo, la periodista Martine Gozlan parece descubrir la realidad: Amina ha sido secuestrada por su propia familia, que se siente ultrajada, y la acusa de inestabilidad emocional e incluso de tomar drogas. Desde entonces la mantienen fuertemente sedada en algún lugar secreto del Túnez profundo.
Cansada y adormecida por los medicamentos, alcanza a decir: «quiero ser capaz de volver a una vida normal, llamar por teléfono, conectarme a internet y volver a la escuela». Como cualquier otra chica de su edad. Ella ya no lo es. Más de 100.000 personas han firmado un comunicado de apoyo a su causa. Y este jueves, 4 de abril, se ha convocado una jornada de solidaridad en todo el mundo. La organización feminista Femen ha denominado la protesta «International topless yihad day». En el momento de escribir estas líneas desconozco si la iniciativa ha tenido éxito, o no, pero probablemente veamos mujeres desnudas (fundamentalmente europeas o norteamericanas) protestando ante las embajadas de Túnez.
El periodista y escritor argelino Bouiziane Khodja, al que he preguntado por esta polémica, simpatiza con el gesto de Amina y considera que su fotografía «es una imagen muy poderosa que anima a reflexionar sobre la condición femenina en el mundo árabe». Pero, a renglón seguido, advierte contra el «paternalismo» con que Occidente aborda esta cuestión. «Hemos visto ucranianas, italianas y otras europeas maltratadas por la policía por manifestarse desnudas, y nadie en se indignó con tal fuerza. El caso de Amina no es ni nuevo ni aislado. La diferencia es que se ha producido en un país árabe, un imán idiota ha emitido una sentencia que es una barbaridad, y la familia ha secuestrado a su hija para castigarla. Todo ello es condenable».
Mona Eltahawy y Amina Tyler son dos rostros visibles de un movimiento integrado por miles de mujeres anónimas que se atreven a alzar la voz y que, en la mayoría de los casos, sufren graves problemas por ello. Activistas que salen cada día a las calles de El Cairo con un spray como única arma para defenderse de machistas violentos, matones del régimen y ciudadanos inmovilistas. O, como Amina, que reinvindica algo tan elemental como la libertad personal con un mensaje escrito sobre su cuerpo de mujer. Un pecho desnudo simboliza la Francia republicana desde hace dos siglos. La misma imagen todavía se paga en algunos lugares del mundo árabe con la reclusión forzosa, sobredosis de prozac y amenazas de muerte.
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