Hotel Palestina

Periodismo internacional

Entre el dolor y el olvido

-Estas son las balas que mataron a vuestro amigo Julio Fuentes.

En realidad no eran balas, sino casquillos percutidos, todavía manchados de sangre. Ahmed los sujetaba en una mano, con la palma entreabierta. Al principio pensé que nos estaba deslizando una amenaza del tipo esto-es-lo-que-os-pasará-si-no-os-largáis-de-aquí. Hacía tan sólo unos días que los talibanes habían huido de Jalalabad y cuatro comandantes de la Alianza del Norte se disputaban el control de la ciudad. Era posible que alguno de ellos hubiera decidido echar a los periodistas. No era así. Ahmed pertenecía al poderoso clan del exgobernador Abdul Haq y sólo trataba de explicarme que se sentía avergonzado porque cuatro periodistas hubieran muerto, precisamente, en una zona controlada por su gente.

-¿Dónde las has encontrado?

-Donde recogimos los cadáveres. Ayer volvimos para comprobar si ese tramo de carretera ya estaba despejado.

-¿Y qué vais a hacer con ellas?

Ahmed encogió los hombros.

En cualquier otro lugar del mundo aquellos casquillos de bala tendrían un valor extraordinario como prueba en un juicio por asesinato. Pero allí, en Afganistán, ¿quién iba a ordenar que se investigara la muerte de cuatro periodistas en aquel momento? ¿Alguno de aquellos señores de la guerra enfrentados por el poder sobre las ruinas que habían dejado los talibanes antes de escapar a las montañas? ¿O el tipo de la CIA que andaba por Jalalabad dando órdenes a diestro y siniestro sin molestarse en ocultar aquel marcado acento de Wisconsin –Hi, folks, how are you?- y disfrazado con el sewar kamise típico de los afganos, mientras localizaba los objetivos que ib an a ser bombardeados la noche siguiente? Era absurdo. Nadie iba a investigar nada en medio de aquel caos. Sí, es cierto que dos años después hubo algunas detenciones, pero nadie cumple condena todavía por el asesinato de Julio Fuentes.

En contra de lo que suele decirse, la primera víctima de la guerra no es la verdad, sino la justicia. Las mentiras se fabrican después, cuando las injusticias ya se han cometido y alguien tiene que empezar a dar explicaciones. En cuanto empiezan a caer las primeras bombas desaparece casi cualquier posibilidad de esperar reparaciones o depurar responsables ante la comisión de un delito. Se esfuman los jueces, la policía, los abogados, los acusados. En Kabul, en aquellos días, vimos tribunales reconvertidos en mezquitas. Se habían encomendado a la justicia divina ante el evidente fracaso de la justicia terrenal.

Algo parecido ocurre con los crímenes de guerra. Excepto casos conocidos, imposibles de ocultar, suelen quedar impunes. Sobre todo si los que violan la legalidad son los vencedores. ¿Quién va a denunciarlos? Las víctimas no siempre viven para contarlo o no siempre son escuchadas. Y desde Nuremberg (1945) a Sierra Leona (2002) los tribunales internacionales se han encontrado con un problema añadido: los soldados de todos los ejércitos continúan sometidos a ese antiguo militar que impide delatar a un compañero, y mucho menos a un superior.

Por eso, cuando aquel proyectil térmico de 120 milímetros impactó en la habitación 1503 del hotel Palestina de Bagdad, muchos periodistas sabíamos que sería muy difícil sentar ante un tribunal a quienes habían apretado el gatillo. Que aquel episodio oscuro de la invasión de Iraq podía quedar siempre difuminado en una nebulosa de falsedades, verdades a medias y testimonios contradictorios.

Shawn Gibson, sargento de la compañía A de la 64 División Acorazada del Ejército de los Estados Unidos, recibió la orden de avanzar-avanzar-avanzar. Y se llevó por delante a otro de los nuestros.

José Couso murió desangrado y todos escribimos la crónica más triste de nuestras vidas. Sentimos pena por él, por nosotros, por el mundo entero. Era como si, de repente, nuestro amigo hubiese puesto rostro a cada una de las víctimas civiles que habíamos visto morir antes en las calles y en los hospitales. Vimos los ojos limpios y la sonrisa eterna de aquel gallego bonachón en cada uno de los cadáveres que se nos habían quedado grabados en la memoria. Mujeres, niños y ancianos sin vida. Todos miraban y sonreían como Couso.

Luego la pensa dio paso a la indignación. Porque no era verdad, como alegaba el Pentágono, que hubiese francotiradores disparando contra los blindados norteamericanos desde la terraza de nuestro hotel. Tampoco era cierto que se estuviesen produciendo intensos combates en aquel momento. Apenas quedaba ya resistencia. La única explosión que escuchamos en muchos minutos fue aquel trallazo seco que nos llevó, casi sin transición, de la calma al infierno.

Todo fue demasiado rápido. La noche anterior, mientras tomábamos una cerveza en la habitación de Antena 3, Couso me comentaba que él y su compañero habían salido a grabar en convoy con Carlos Hernández, Olga Rodríguez y otros periodistas españoles. Me invitó a unirme a ellos a la mañana siguiente. Bagdad se había convertido en una ciudad peligrosa. No se podía arriesgar más de lo necesario. Couso lo sabía. No era ningún loco. La muerte fue a buscarlo a la habitación del hotel y lo encontró retratando con su cámara los trazos feroces de la guerra.

Estas cosas son así. Esa mañana también le tocó al cámara de Reuters Taras Protsyuk, como nos podía haber tocado a cualquiera de nosotros. Un piso más arriba, en la habitación 1603, el cámara de Televisa Jorge Pliego salvó la vida porque se quedó sin cinta y se separó unos metros de la terraza para buscar una nueva. A Jesús Quiñonero, de Antena 3, le salvó el instinto que proporciona la experiencia. Mientras grababa los movimientos del tanque M1A1 Abrams que abrió fuego contra el hotel, recordó una situación muy parecida durante la guerra de Bosnia: un tanque serbio al que filmaba desde una terraza también disparó sobre su posición. Por eso pudo dar un salto hacia atrás antes de que los cristales de las ventanas estallaran en mil pedazos. Por eso estaba después tan callado. Tardó casi dos días en poder contarlo.

Poco después Couso dejó de ser Couso, Cousete o Cousiño, y se convirtió en la víctima número 12. Otros 11 periodistas habían caído antes que él en Iraq. Entre ellos, Julio Anguita Parrado, que perdió la vida cerca de Bagdad el día anterior. Dos cadáveres en 24 horas. Demasiados para un país como el nuestro, que nuca ha enviado tantos periodistas a las guerras como ahora, y que no está acostumbrado a recibirlos en ataúdes. Pero en Bagdad había muchos más españoles que de cualquier otra nacionalidad. Casi todos decidimos quedarnos cuando se marcharon todos los demás. Todos teníamos miedo, claro, aunque esa palabra no entrara nunca en las conversaciones.

-Dicen que los iraquíes van a utilizarnos como escuchos humanos.

-¿Y?

-Nada, para que lo supieras.

-Vale, pues ya lo sé. Gracias.

En aquellos días eran muchos los que, a tenor de los rumores que propagaban, parecían disponer de fuentes solventes en la CIA o en los servicios secretos iraquíes. La informaciones más absuradas circulaban de boca en boca a la velocidad de un misil y, si les hacías caso, hubieras hecho las maletas antes del fin de la guerra. Era mejor no prestarles demasiada atención y limitarte a trabajar.

Ahora, con la serenidad que proporciona el tiempo y la distancia, permanecer en Bagdad puede parecer una decisión equivocada. Hay quien, incluso, lo argumenta con números. En Iraq ya han muerto 17 periodistas, una cantidad proporcionalmente superior a la registrada entre los marines que han combatido en ese país, lo que sin duda significa que hoy en día es más peligroso ser periodista que soldado norteamericano.

Y si es tan arriesgado, ¿por qué vamos a las guerras? Mucha gente nos lo pregunta estos días. La respuesta no es fácil. Algunos puede que vayan en busca de prestigio, otros por dinero, la mayoría porque de verdad amamos este oficio. En contra de lo que suele pensarse no abundan los locos ni los yonquis de sensaciones fuertes. La mayoría odiamos la guerra porque la conocemos. Y como solía decir Miguel Gil, muerto en Sierra Leona, nos limitamos a hacer de intermediarios entre el dolor y el olvido.

Pero eso no es lo importante. Lo importante es que alguien tiene que estar allí. Y que cada muerte de un periodista es un ataque frontal contra la libertad de información, un golpe en el vientre de la justicia, casi siempre una victoria de la impunidad. Todos perdemos un testigo que persigue la verdad entre las mentiras de uno y otro bando. Eso es lo importante.

Miguel Gil lo sabía. Y Julio Fuentes. Y Anguita Parrado. Y José Couso. Por eso estaban allí.

(Extracto de mi aportación al libro “José Couso, la mirada incómoda”, editado en octubre de 2003)